El Mentidero

DMT: día 3: sumergidos bajo el agua

Por Luis Enrique Araoz

sobre lo que ocurrió el 31 de noviembre de 2022

Me doy cuenta ahora que esta serie de escritos se vuelven una crónica no solo del Festival Internacional de Artes Escénicas sino también de mi relación con un espacio y las personas que confluyen en él. Debida o indebidamente, ya entro como Juan por su casa. Saludo a la gente. Le explico cosas a los que nos visitan, por ejemplo, que la gata negra que de pronto bordea nuestras piernas es de hecho la propietaria de la casa. Me preguntan su nombre. La llaman Lupe o Lupona, les digo, pero su identidad es un misterio. El felino es en realidad un nahual que ha tenido la capacidad de adaptarse a los cambios que la gente le da a su hogar (de agujero funky a casa para el teatro, por ejemplo) y que, si la respetan, chance y les deja conocer más secretos de este espacio que, entre mágico y embrujado, tiene muchos años de vida por delante.

Hablar del respeto por la casa y los que confluyen en él podría ser el tema de este escrito –que se me antoja menos como crónica y más como una serie de apuntes sobre lo que pasa cuando te vuelves parte de una comunidad artística–, pero no quiero que pierda la sensación de experiencia viajera, porque, a fin de cuentas, si el festival se llama DMT es por algo. Así pues, les voy a contar qué pasa cuando te vas en el viaje de lo que habita en la mente de estos artistas.

Lo que pasó el 31 de noviembre fue algo así como viajar al infierno y terminar en el paraíso, solo que este último era un rave, una fiesta underground de fuego y música electrónica y percusiones a todo volumen, tomando cheve y bacanora.

Vamos a comenzar. 

Nos pasan al foro Roberto Méndez. Me siento en una esquinita porque el cupo es limitado (aunque cierto es también que a mí me gusta eso de andar de fantasma, incorpóreo, con una libretita en donde hago apuntes que luego me doy a la tarea de descifrar.) Además, esta perspectiva me permitirá ver cómo el público reaccionará a la obra de Daniel Borbón que ya he visto antes y, por lo mismo, sé algo sobre el tipo de estrujamiento cardiaco que están por experimentar.

Daniel nos recibe con abrazos. Ahí comienza todo, digo. Me doy cuenta. Ahí comienza la sensación que domina en la obra, la de estar en una sala íntima mientras Daniel nos cuenta una historia sobre su infancia. 

Daniel va y viene, saludando a la gente. Diciéndoles hola, que bien te ves. Gracias por venir. Te mandó tu mamá, ¿verdad? Y todos le responden y sonríen. Luego Daniel nos saluda de manera general y comienzan los pasajes. Un proceso de hipnosis que, con cada campanada, nos va sumergiendo más y más en la historia de un niño que se enfrenta a un contexto terriblemente hostil. Un niño que sueña con ser sirena, pero debe buscar términos conocidos para que otros puedan entenderlo. Joto, homosexual, gay. 

Daniel Borbón, Memorias de Asteroides y Sirenas.

Experimentar la obra es algo inigualable. Te provoca risa, pero al final de cada una de ellas, cuando te das cuenta de que enseñaste los dientes y la cara se te congela en un gesto que se vuelve absurdo muy pronto, sientes el golpe de tristeza. Lo compruebo en la reacción del público. Te ríes y sonríes porque empatizas, porque Daniel ya nos tiene cautivados en su salita de estar contándonos, con un tono sincero unas veces y otras irónico, cómo sentía la asfixia, la violencia, el abuso. La resonancia a través de su dolor, de sus heridas. Y para hacer esto, no le faltan recursos. La obra, dirigida por Claudia Landavazo, usa el scrapbook, la proyección, el playback, las canciones de Mecano y la figura madrileña de Ana Torroja, el teatro de sombras y frases como “pensé que algo malo tenía que pasar porque no merecía tanta felicidad”, frases que, al ser dichas con un tono dulce, revelan una gran capacidad para contar una historia a partir de las cicatrices. 

Cuando termina, corro a abrazarlo. Conozco a Daniel y al ver por segunda vez su obra me doy cuenta de que la experiencia es cada vez más contundente. Es como esas veladas de trasnoche que refieren a la intensidad de estar vivxs, cuando compartes los secretos que definen tu alma y sientes que, con cada frase que sale de tu boca, toda la vida se pone en juego. 

Descompresión. 

Fui por una cheve. Me puse a platicar con José, un tipo que llegó de Ciudad de México para ver el festival. Le presento el Bacanora. Le gusta. Nos sentamos en una banca. Hablamos del clima. 

Presentan a Mariana Nava y Kanga Trujillo. Mariana lleva un banjo y Kanga se sienta en la batería. Ella comienza de espalda al público, luego se da la vuelta. Nos ve y no dice palabra. Hay algo en sus ojos, una fuerza. Tal vez nos cantará historias sobre la dificultad de mantenerse cuerda en aguas donde lo más común es escuchar canciones delirantes. O quizás me lo estoy imaginando todo por seguir sumergido en la obra anterior.

La voz de Mariana me hace sentir como todos los juguetes que perdí entre las olas del mar. Cada vez caigo más profundo. Incluso cuando habla de que lleva meses sin subirse a un escenario por haber recibido la vida de un nuevo ejemplo de la perfección, madre desde hace tres meses, con una reciente operación en el pie, Mariana no pierde fuerza en la voz. “Está increíble”, dice José junto a mí. Yo escucho y escribo en mi libreta lo que canta, “cuando me dejaste quemando en la hoguera y todo lo perdí”. Y Kanga nos mantiene expectantes con la percusión, con golpes más bien simbólicos que marcan los metros de profundidad conforme avanzamos. 

Demasiado pronto se despide. Le es difícil bajar las escaleras, asumo, por el dolor de su operación en el pie. 

Se queda Kanga Trujillo y comienza un set de percusión y música electrónica. El inicio es rápido y nos transporta a una cueva en las profundidades del mar. Oscuridad y baile. Una danzante de fuego se desplaza por detrás y frente al escenario. La cheve y el bacanora en la sangre, circulando a un ritmo cada vez más acelerado. Estoy en un antro underground, unido a los más antiguos ancestros por los esenciales elementos del fuego y la percusión. 

Malabares. Impulsos. Vibraciones.

¿Escuchas el canto de las sirenas?

No puedo quitarme la pinche sonrisa de la cara. 

Estoy tan cerca del fuego.

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