El Mentidero

Hora del teatro, los premios, el bacanora y los aplausos

Por Luis Enrique Araoz

Sobre lo ocurrido en esta [y en otra] realidad el 15 de diciembre de 2022

Ya no es posible aislar una cosa de otra. Así ocurre en estos días en que lo mejor es adaptarse al flujo saturado de información. A pesar de ello, opino que el orden existe o puede existir. Escribir, por lo menos, funciona como una herramienta para interpretar la antes llamada saturación. Por eso, la escritura es, en muchos casos, una más de las acciones adeptas al arte, lo es cuando procura visibilizar o –como me gusta a mí decir– brindar la experiencia a un público respecto a ciertos eventos que la realidad brinda de forma aparentemente caótica y arbitraria. 

¿Por qué digo todo esto ahora?

Porque sucedió que en el foro Roberto Méndez se presentó la obra La hora del bacanora e, inmediatamente después, se llevó a cabo la premiación de quien la escribió, el sonorense Sergio Galindo (1951), lo que a su vez brindó la oportunidad de conocer un poco más sobre su trayectoria como dramaturgo y el salvado destino que tuvo (tiene, hasta ahora) la casa de la Compañía Teatral del Norte, El Mentidero.

La pasada oración es larga, concatenada, casi yuxtapuesta, adrede.

    Pero a ver, salvado destino, ¿a qué pudiera referirme al hablar de una casa centenaria ubicada en el centro de la ciudad? La respuesta me lleva a la siguiente crónica que tiene, a propósito, un añadido de ficción. 

[Pensemos que funcionaría, para añadir un efecto dramático a lo que ya de por sí gira en torno al drama (y a la comedia, lo veremos a continuación), pensar en una dimensión donde El Mentidero no existe, jamás se fundó y, en cambio, lo que antes había sido una escuela, luego de su abandono a causa del fallecimiento de la propietaria, se convirtió en un estacionamiento bancario. Así es. Imaginemos esto un momento. Una serie de carros estacionados en el centro de Hermosillo, Sonora. No muy diferente a los otros estacionamientos que hay en el área.] 

La relación entre una y otra dimensión, es decir, entre la casa para las artes y un estacionamiento bancario quizás exista apenas en el dramatismo que implican los depósitos y las deudas hipotecarias. [Sin embargo, esta realidad se mantendrá con vida en las siguientes líneas para destacar lo que el esfuerzo artístico puede lograr.]

Cuando llegué a El Mentidero eran las ocho de la noche, las personas estaban bien vestidas y olía a carne asada. No tardaron mucho en pasarnos. Me senté en la segunda fila y abrí mi libreta. El foro se llenó en cinco minutos y con unas campanadas, que me recordaron a unas sesiones de hipnotismo que atestigüé ya hace algunos años, la función comenzó. 

Sonaba la noche rural. Los grillos, los búhos, el viento sobre las ramas de los árboles. Había un muro que corría en diagonal por el escenario hacia el fondo, hacia la única entrada o salida visible en escenario. Un hombre entró. Sonaba como cerdo, como el sonido que emiten los cerdos quiero decir, y esto, por alguna razón, me pareció aterrador. El hombre comenzó a decir algo, entre risas y octosílabos, sobre una suerte de entrega que venía a hacer. Hablaba en rima, cantaba, y el cerdo, me di cuenta, estaba en el interior de unas cajas que venía empujando.

La hora del bacanora de Sergio Galindo

Aquí comienza ya un rompecabezas, pensé, y si no me pongo trucha, no voy a entender nada. Así que me olvidé de mi libreta e hice lo posible por entender en el fraseo el sentido de la historia. De pronto el muro que cortaba el escenario en diagonal se abrió y había cinco personas, personas que hablaban en coro y tenían, más bien, el aspecto de un retrato en movimiento, un retrato que respondía a lo que el tipo que había entrado con los cerdos decía. 

¿Qué está pasando?

En teatro, me había explicado unos días antes el maestro Sergio Galindo, es necesario sorprender continuamente al público, deja de funcionar si este puede predecir lo que sigue, lo pierdes. Y esto se ponía en práctica en la obra. Una obra que seguir ahora mismo al pie de la historia sería imposible, pues, lo que La hora del bacanora ofrece es precisamente una serie de anécdotas que corren a toda velocidad hasta adentrarte en las venas del desierto rural. Historias que hicieron reír a todos y cuando digo reír lo digo en serio. Estaba, por ejemplo, la risa de una mujer que escuché a lo largo de la obra, una risa aguda, quizás un poco dolorosa, una risa que compromete la vejiga y me hace pensar en el entumecimiento facial, una risa que es la ambición de todos los programas con risas grabadas.

La hora del Bacanora de Sergio Galindo.

[En este momento, en la dimensión del estacionamiento bancario, un pichón acaba de cagar el parabrisas de un Ford Vento blanco.]

Entre historias de violencia absurdas que permiten ver la inteligencia de algunos, el racismo de otros, las ambiciones monetarias de aquellos, las preocupaciones de seguridad salubre de estos, Sergio Galindo y la Compañía Teatral del Norte, me permitieron adentrarme y perderme en la realidad de Sonora. Una realidad que va desde un ricachón de pueblo y eyaculador precoz hasta el crimen perpetuado por el Grupo México en el Río Sonora, cuando la mina Buenavista del Cobre derramó más de 40 millones de litros de desechos tóxicos que impactaron –con saldos letales– la vida de las personas y el ecosistema de la región. 

    La obra acabó. Los aplausos empezaron. Todos hacíamos lo mismo. Juntar las manos para producir un sonido que manifiesta la aceptación, la apreciación, la celebración. Luego comenzó la entrega del premio Desierto Ícaro. 

    La mitología griega cuenta la historia de Dédalo y su hijo Ícaro. Muchos ya conocen esta historia. Atrapados en la isla de Creta por el rey Minos, para escapar, Dédalo, un ingenioso inventor, fabrica un par de alas con plumas trenzadas uniendo las plumas más pequeñas con cera. La cultura judeocristiana sabe de esto, reconoce que el diablo se esconde en los detalles, y es en este último detalle de la cera donde se dicta la suerte del joven Ícaro, quien no atiende el consejo de su padre de permanecer a medio vuelo, ni muy pegado a las olas, ni muy cerca del sol. El final lo conocemos. Entonces, ¿qué es lo que premia el Instituto Sonorense de Cultura? ¿Los riesgos de obviar la prudencia?

    No. Sí. Veamos. 

Según puede leerse en su portal, el ISC no premia tanto los riesgos, sino el valor de emprender vuelos arriesgados. Ahora en el escenario, Sergio Galindo recibe su premio, una estatuilla verde que me hace pensar en el corazón del desierto. Ahí está, acompañado de la directora de dicho instituto Guadalupe Beatriz Aldaco Encinas, el coordinador estatal de teatro Fernando Muñoz y el maestro de ceremonias Rafael Rábago, quienes reconocen la carrera artística de un hombre que regresó luego de estudiar Filosofía y Letras en la UNAM para explorar las figuras vivas y fantasmales de la región sonorense. Una carrera que muestra valentía, pues implicó fundar la mencionada Compañía Teatral del Norte y adentrarse en las comunidades de la sierra para llevar obras originales con un estilo teatral que retomaba parte del lenguaje, los modos y las costumbres de aquellos pueblos que muy poco conocían respecto a las artes escénicas. Finalmente, el reto llegó a esto, a la celebración y el reconocimiento.

De izq. a der. Fernando Muñóz, Sergio Galindo y Beatriz Aldaco en la entrega del premio Ícaro,

[Una suburban Escalade acaba de rozar a nuestro pobre Ford Vento. Quien conducía, ni siquiera se percató del daño hecho a la pintura.]

Sergio Galindo tomó el micrófono y habló sobre la historia de El Mentidero. Una casa semiabandonada que había sido construida para ser un colegio de señoritas. Cuenta como él y Jesús “Choby” Ochoa, se asomaban entre las rendijas de una propiedad que había sido ya saqueada, incendiada e invadida, y fantaseaban con darle a este edificio centenario un destino artístico, salvarlo de la demolición, de los tonos grises y el pulso moribundo que ya otros espacios habían adquirido en el centro de la ciudad. Un destino que ahora en pocos, pero afortunados años, luego de un arduo trabajo de restauración, se había convertido en realidad.

En la despedida, Sergio agradeció a su familia y a sus amistades, y las invitó, así como al resto de la compañía teatral, a tomarse fotografías con él. La imagen era entrañable. Poco después, salimos y me formé para comer tacos. Les puse salsa y guacamole. Agarré cebollitas asadas y me senté en una banca en el patio central. Mientras masticaba, pensé en el trabajo artístico que Sergio prometía bajo la siguiente amenaza: “por andarme dando premios ahora me aguantan”. Tragué. Con solo pensar en la cantidad de historias que este grupo de personas ha generado y generaría; la risa, la reflexión, la sensación de estar acompañadxs en los problemas a los que nos enfrentamos en la vida diaria, las peripecias, el entretenimiento, los reflectores, los sueños, las pesadillas, con pensar que todo eso está vivo y latiendo en este espacio. Con eso tengo.

Sergio Galindo rodeado de familia y amigos.

[Ahora un tipo de traje y aspecto exhausto se adentra al estacionamiento. Se afloja la corbata y camina mirando su teléfono celular. El atardecer tiene colores dolorosos. Cuando llega a su carro lo ve. Ve el daño, y la suerte de su vehículo se convierte en la suya. Existe ahí mismo un sonido mínimo, una ligera vibración. Por supuesto, lo único que este espacio representa ahora para el pobre individuo está entre los límites de su coraje, su imaginación está apagada, no le permite rebasar las dimensiones de su realidad, rodeado por metal frío y concreto. No escucha los aplausos.]

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